Cuando la absurdez vaticinaba en forma de profecía
que el 2012 era el fin del mundo, la propia realidad respondía a palos no con
un final, pero si con un camino bastante empantanado. Una ruta encharcada sin
agua, sin lluvia, sin chubascos que refresquen el maldito halo de la crisis. Quizás
los mayas tuvieran un poco de razón en el fin de “algo” este año; para muchos
el fin de vivir en una casa que no pueden pagar, de un empleo que no puede
perdurar, de una empresa que no produce, de un crédito que no prospera, de una
tienda que no vende, de unos derechos laborales que no se consolidan… Ayer
salió en las noticias que a pesar de los desasosiegos económicos la venta de
armas había aumentado en el mundo un 27%, siendo esta una industria fructífera para
unos pocos mercenarios a los que no les importan ni las sequías ni las
tristezas. El 2012 nos sumerge en la incertidumbre de la sed, haciéndonos
sentir presos de dos temas que se corean hoy en miles de conversaciones, en
millares de noticias radiadas, en cientos de imágenes televisadas; la crisis y
la falta de lluvia.
Siempre he sabido lo bueno del agua en la tierra, lo
ventajoso del fango para las plantas, lo importante del refresco que hace
posible los olores de las yerbas. Siempre he sabido de lo mágico del agua. Aprendimos
a adorar la lluvia de pequeños, festejándola con juegos, adorándola como al
mismo sol. Vivir en una finca nos enseñó su importancia, su efecto en las
pequeñas fresas del invierno, en las mandarinas dulces de piel finita, en los
guayabos tiernos de envoltorio grueso y en las aromáticas mangas con las que
nos pringábamos las manos. Vimos como los aguaceros hacían crecer la charca que
nos suministraba alimento, y cómo emocionados nos alongábamos cuando descampaba
para observarla repleta. Papá nos decía que lluvia era sinónimo de buen tiempo,
de fertilidad y de cantos de ranas. Nunca nos enfadábamos con ella aunque
tuviéramos que soportar las goteras en el pasillo, no nos desvelaba el
multiplicador ruido de las gotas cayendo en los cubos de plástico y en los calderos
de aluminio que había colocado estratégicamente mi madre. A mi padre no le
hubiera gustado nada este invierno, no hubiera disfrutado de esta estación
disfrazada falsamente de verano. Él murió curiosamente un día de tormentas, de
cielos negros y de mares del norte oscuros. Siempre supe que aquel fuerte
llanto sobre el cementerio fue su mejor despedida.
Anoche, llegó la primavera sin brotes verdes, con la
preocupación de aquellos que han sembrado papas o que cuidan las antiguas cepas
de las viñas, con el disgusto de los enólogos que convierten racimos en
malvasías dulces o secos, con el miedo de los que transforman las leches de sus
cabras en quesos maduros o tiernos, con la pesadumbre de aquellos que temen al
desierto.
Quizás la respuesta a todo esto esté en la esperanza
del agua en abril. Imaginemos la lluvia, deseemos la lluvia, amemos la lluvia…,
a las montañas verdes de sur a norte, a los árboles provistos de alimento y a
las palmeras alzando sus brazos. A mi también me toca romper aguas en abril, y
trataré con ello ofrecer pistas a las nubes que nos miran desde el atlántico, intentaré
dar indicios desde el paritorio a las futuras tormentas. Quizás con mis aguas
llegarán otras que harán de este año un tiempo de principios; de nuevas casas,
de nuevos trabajos, de nuevas matas, de nuevas vidas en la tierra.
Algo así solo podía escribirlo una mujer cargada de vida. Hermoso. Con tus aguas vendrán la certeza de un tiempo feliz y la esperanza en un mundo mejor.
ResponderEliminarMuchas gracias querido Eduardo, seguimos en la búsqueda de un mundo mejor.
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