Repaso el día en el que me vino mi primera regla.
El dolor distinto de aquella mañana, la molestia incómoda justo debajo del vientre,
-aquí mami, me duele aquí- señalando el lugar exacto con la punta del dedo
chico. Ella lo supo en mi cara, en mi pelo, descubrió mi dolencia con una sola ojeada,
siendo muy clara al decirme –Eres una mujer Yaiza, a partir de ahora puedes
quedarte embarazada.
Tras la menstruación he
jugado siempre con esa posibilidad. Así, mi vía hacia la sexualidad ha sido una
mezcla entre lo delicioso que resulta el placer y lo razonado de evitar embarazos,
enfermedades o enamoramientos no correspondidos. Para los embarazos lo probé
casi todo; la píldora anticonceptiva, el preservativo, el parche hormonal, el aro
vaginal, e incluso la marcha atrás -a pesar de su mala prensa-. No quería ser
parte de ese 12,5% de adolescentes que se quedan embarazadas sin quererlo, de
ese 9% de abortos en edades tempranas, no aspiraba a pertenecer a las
estadísticas del INE, del EPA, del ISTAC… Lo extraño era impedir algo que iba a
desear en otro momento de mi vida.
Fin de verano en Florencia, 30
años, puente Bequio, río Arno, albahaca de la Toscana, todo un compendio
perfecto para olvidar los métodos de barrera, el contrato temporal, la crisis, los
escasos metros de mi casa, el futuro improbable... Decidí ser madre al fin, con
un resultado frustrante: infertilidad sin causa justificada. Y lo primero que
me pasa por la mente es el dineral que he gastado en preservativos y la maldita
sobredosis de neogynona que tomé
aquel día post-sexo. Luego me entero que la trompa derecha de Mariana está
obstruida, que a Luisa le detectaron un mioma en la matriz, que los
espermatozoides del marido de Luzma no dan el pego, que Pilar ya ha cumplido
los 40 años con un sobrepeso poco recomendado… Y que todas tenemos una cosa en
común: hemos desechado algo para al final desearlo a toda costa.
Y en la búsqueda llegan las posibles
soluciones; fecundación in vitro, inseminación artificial, acupuntura, yoga, adopción,
psicoterapia… Todo excepto la locura que ha llenado este año los editoriales de
prensa; la venta de bebés. Ladronas disfrazadas de monjas que engañan a madres
solteras, mujeres que bajo sus falsas sonrisas trafican con vidas y después
aseguran con su silencio frente a los jueces su inocencia. Solo en Canarias se
han denunciado 200 víctimas de adopciones ilegales realizadas en los años 60 y
70. Víctimas que siguen esperando respuestas y poder conocer las verdades
escondidas. Pero el tráfico de niños y niñas no es una práctica exterminada, en
países donde los derechos humanos están en el precipicio se sigue vulnerando el
derecho de madres y de sus hijos. Un ejemplo de ello es el caso de Tailandia donde se ha desarticulado una trama donde las mujeres eran secuestradas,
obligadas a quedarse embarazadas y tener niños para posteriormente venderlos. La compra-venta
de bebés me produce naúseas al transportarme directamente a las dictaduras; a
las abuelas de la plaza de mayo buscando a sus nietos robados, a las madres del
franquismo estafadas por los que les aseguraron que sus niños nacieron muertos,
a las que alquilan su fertilidad transfiriendo sus vientres a otras, a los
dramas de las que no tienen y venden lo invendible, a lo inhumano de comprar lo
incomprable.