Seguramente todos hemos tenido
algún sueño donde la catástrofe es protagonista. A mi me pasó anoche, teníamos
que escondernos en nuestro pisito de la Verdellada atemorizados por la amenaza
de un grupo numeroso de bisontes que arrasaban con la ciudad de La Laguna. La
Calle de la Carrera se había convertido en una especie de desierto desordenado
e inútil, las frutas y verduras del mercado circulaban sin orden por la Plaza
del Cristo llegando incluso a la Calle Viana. En la Trinidad, se divisaba un
tranvía desencajado del suelo y retorcido como una botella de plástico. En
medio del vacío nos refugiamos en casa, cerramos ventanas y puertas que
aseguramos con cómodas y armarios. Encerrados, observamos nuestro pequeño tesoro
compuesto por 10 pequeños estantes llenos de cd,s de música. Conservar el
sonido simbolizaba un modo de conservar la luz dentro del miedo, una manera de
poder soñar aún con Fly me to the moon o
Aguas de março, y ser felices por instantes.
Bajo la resonancia de las canciones escuchamos el paso rápido del terror. Me
desperté. Y aún me encontraba en ese extraño lugar donde el sueño es parte de
la vida consciente, donde la realidad es ficción y la ficción es realidad. Recordé
ya despejada la música guardada y los ecos que me ayudaron a evitar el miedo; las
listas de las canciones empaquetadas en sus cajitas originales, con libretos llenos
de letras impresas, fotos, texturas, dibujos o tipografías curiosas que
señalaban sus títulos. No hubiera sido lo mismo si se tratara de canciones
descargadas en un disco duro, canciones que se pierden en medio de la voracidad
pirata. Prefiero ser yo a través de los sonidos escogidos en mi vida. Quizás,
ahí está la clave contra la piratería, en la educación de lo minucioso, en la
apreciación de las elecciones personales ante la marabunta de quererlo todo y
mal. Prefiero un buen plato de comida, que un buffet con cientos de alimentos insípidos,
o una copa de vino de malvasía a mil tetra brick de Don Simón. Desarrollar el paladar, el oído…, desarrollar los goces
de lo pequeño es lo que hace posible descubrir notas de jazmines en las calles,
alientos de otros seres humanos; distinguir tonalidades.
Pero nos encontramos en la era de
la contradicción, disfrutamos de una tecnología punta para hacer fotos dotadas
de no sé cuantos megapíxeles que no guardamos en ningún álbum, conocimientos
que nos permiten adquirir pantallas planas con una definición antes inimaginable,
equipos de sonido precisos… Contamos incluso, con la oportunidad de tener a un solo click la información
sobre nuestros artistas favoritos, sus conciertos en directo, las letras
traducidas y el modo particular que tienen de expresarse. Pero nos puede la
gula de tenerlo todo y de no saborear nada. Antes de ir a una sala de cine se
prefiere descargar una mala copia de resolución pésima con un sonido
insufrible. Descargar basura para verla en televisiones de 2.000 euros es una gran
estupidez. También se opta por robar compulsivamente canciones que nunca se van
a escuchar, descargar sin matices.
Hace unos días fui a los cines
Renoir Price a ver una deliciosa película muda llamada The Artist. A pesar de
que era sábado, la sala estaba casi vacía. Desde el confortable sillón pude imaginar
a miles de personas piratear el film desde sus ordenadores, olvidarse de lo
bello que es disfrutar de la pantalla grande, privándose de vivir la oscuridad
que aún nos reserva este espacio.
Tengo sueño, quizás de nuevo lleguen
los bisontes a mi subconsciente. No importa, queda la música.