jueves, 19 de abril de 2012

Venta de bebés


Repaso el día en el que me vino mi primera regla. El dolor distinto de aquella mañana, la molestia incómoda justo debajo del vientre, -aquí mami, me duele aquí- señalando el lugar exacto con la punta del dedo chico. Ella lo supo en mi cara, en mi pelo, descubrió mi dolencia con una sola ojeada, siendo muy clara al decirme –Eres una mujer Yaiza, a partir de ahora puedes quedarte embarazada.
Tras la menstruación he jugado siempre con esa posibilidad. Así, mi vía hacia la sexualidad ha sido una mezcla entre lo delicioso que resulta el placer y lo razonado de evitar embarazos, enfermedades o enamoramientos no correspondidos. Para los embarazos lo probé casi todo; la píldora anticonceptiva, el preservativo, el parche hormonal, el aro vaginal, e incluso la marcha atrás -a pesar de su mala prensa-. No quería ser parte de ese 12,5% de adolescentes que se quedan embarazadas sin quererlo, de ese 9% de abortos en edades tempranas, no aspiraba a pertenecer a las estadísticas del INE, del EPA, del ISTAC… Lo extraño era impedir algo que iba a desear en otro momento de mi vida.
Fin de verano en Florencia, 30 años, puente Bequio, río Arno, albahaca de la Toscana, todo un compendio perfecto para olvidar los métodos de barrera, el contrato temporal, la crisis, los escasos metros de mi casa, el futuro improbable... Decidí ser madre al fin, con un resultado frustrante: infertilidad sin causa justificada. Y lo primero que me pasa por la mente es el dineral que he gastado en preservativos y la maldita sobredosis de neogynona que tomé aquel día post-sexo. Luego me entero que la trompa derecha de Mariana está obstruida, que a Luisa le detectaron un mioma en la matriz, que los espermatozoides del marido de Luzma no dan el pego, que Pilar ya ha cumplido los 40 años con un sobrepeso poco recomendado… Y que todas tenemos una cosa en común: hemos desechado algo para al final desearlo a toda costa.
Y en la búsqueda llegan las posibles soluciones; fecundación in vitro, inseminación artificial, acupuntura, yoga, adopción, psicoterapia… Todo excepto la locura que ha llenado este año los editoriales de prensa; la venta de bebés. Ladronas disfrazadas de monjas que engañan a madres solteras, mujeres que bajo sus falsas sonrisas trafican con vidas y después aseguran con su silencio frente a los jueces su inocencia. Solo en Canarias se han denunciado 200 víctimas de adopciones ilegales realizadas en los años 60 y 70. Víctimas que siguen esperando respuestas y poder conocer las verdades escondidas. Pero el tráfico de niños y niñas no es una práctica exterminada, en países donde los derechos humanos están en el precipicio se sigue vulnerando el derecho de madres y de sus hijos. Un ejemplo de ello es el caso de Tailandia donde se ha desarticulado una trama donde las mujeres eran secuestradas, obligadas a quedarse embarazadas y tener niños para posteriormente venderlos. La compra-venta de bebés me produce naúseas al transportarme directamente a las dictaduras; a las abuelas de la plaza de mayo buscando a sus nietos robados, a las madres del franquismo estafadas por los que les aseguraron que sus niños nacieron muertos, a las que alquilan su fertilidad transfiriendo sus vientres a otras, a los dramas de las que no tienen y venden lo invendible, a lo inhumano de comprar lo incomprable.

miércoles, 21 de marzo de 2012

Romper aguas en Abril


Cuando la absurdez vaticinaba en forma de profecía que el 2012 era el fin del mundo, la propia realidad respondía a palos no con un final, pero si con un camino bastante empantanado. Una ruta encharcada sin agua, sin lluvia, sin chubascos que refresquen el maldito halo de la crisis. Quizás los mayas tuvieran un poco de razón en el fin de “algo” este año; para muchos el fin de vivir en una casa que no pueden pagar, de un empleo que no puede perdurar, de una empresa que no produce, de un crédito que no prospera, de una tienda que no vende, de unos derechos laborales que no se consolidan… Ayer salió en las noticias que a pesar de los desasosiegos económicos la venta de armas había aumentado en el mundo un 27%, siendo esta una industria fructífera para unos pocos mercenarios a los que no les importan ni las sequías ni las tristezas. El 2012 nos sumerge en la incertidumbre de la sed, haciéndonos sentir presos de dos temas que se corean hoy en miles de conversaciones, en millares de noticias radiadas, en cientos de imágenes televisadas; la crisis y la falta de lluvia.
Siempre he sabido lo bueno del agua en la tierra, lo ventajoso del fango para las plantas, lo importante del refresco que hace posible los olores de las yerbas. Siempre he sabido de lo mágico del agua. Aprendimos a adorar la lluvia de pequeños, festejándola con juegos, adorándola como al mismo sol. Vivir en una finca nos enseñó su importancia, su efecto en las pequeñas fresas del invierno, en las mandarinas dulces de piel finita, en los guayabos tiernos de envoltorio grueso y en las aromáticas mangas con las que nos pringábamos las manos. Vimos como los aguaceros hacían crecer la charca que nos suministraba alimento, y cómo emocionados nos alongábamos cuando descampaba para observarla repleta. Papá nos decía que lluvia era sinónimo de buen tiempo, de fertilidad y de cantos de ranas. Nunca nos enfadábamos con ella aunque tuviéramos que soportar las goteras en el pasillo, no nos desvelaba el multiplicador ruido de las gotas cayendo en los cubos de plástico y en los calderos de aluminio que había colocado estratégicamente mi madre. A mi padre no le hubiera gustado nada este invierno, no hubiera disfrutado de esta estación disfrazada falsamente de verano. Él murió curiosamente un día de tormentas, de cielos negros y de mares del norte oscuros. Siempre supe que aquel fuerte llanto sobre el cementerio fue su mejor despedida.
Anoche, llegó la primavera sin brotes verdes, con la preocupación de aquellos que han sembrado papas o que cuidan las antiguas cepas de las viñas, con el disgusto de los enólogos que convierten racimos en malvasías dulces o secos, con el miedo de los que transforman las leches de sus cabras en quesos maduros o tiernos, con la pesadumbre de aquellos que temen al desierto.
Quizás la respuesta a todo esto esté en la esperanza del agua en abril. Imaginemos la lluvia, deseemos la lluvia, amemos la lluvia…, a las montañas verdes de sur a norte, a los árboles provistos de alimento y a las palmeras alzando sus brazos. A mi también me toca romper aguas en abril, y trataré con ello ofrecer pistas a las nubes que nos miran desde el atlántico, intentaré dar indicios desde el paritorio a las futuras tormentas. Quizás con mis aguas llegarán otras que harán de este año un tiempo de principios; de nuevas casas, de nuevos trabajos, de nuevas matas, de nuevas vidas en la tierra. 

viernes, 3 de febrero de 2012

Queda la música


Seguramente todos hemos tenido algún sueño donde la catástrofe es protagonista. A mi me pasó anoche, teníamos que escondernos en nuestro pisito de la Verdellada atemorizados por la amenaza de un grupo numeroso de bisontes que arrasaban con la ciudad de La Laguna. La Calle de la Carrera se había convertido en una especie de desierto desordenado e inútil, las frutas y verduras del mercado circulaban sin orden por la Plaza del Cristo llegando incluso a la Calle Viana. En la Trinidad, se divisaba un tranvía desencajado del suelo y retorcido como una botella de plástico. En medio del vacío nos refugiamos en casa, cerramos ventanas y puertas que aseguramos con cómodas y armarios. Encerrados, observamos nuestro pequeño tesoro compuesto por 10 pequeños estantes llenos de cd,s de música. Conservar el sonido simbolizaba un modo de conservar la luz dentro del miedo, una manera de poder soñar aún con Fly me to the moon o Aguas de março, y ser felices por instantes. Bajo la resonancia de las canciones escuchamos el paso rápido del terror. Me desperté. Y aún me encontraba en ese extraño lugar donde el sueño es parte de la vida consciente, donde la realidad es ficción y la ficción es realidad. Recordé ya despejada la música guardada y los ecos que me ayudaron a evitar el miedo; las listas de las canciones empaquetadas en sus cajitas originales, con libretos llenos de letras impresas, fotos, texturas, dibujos o tipografías curiosas que señalaban sus títulos. No hubiera sido lo mismo si se tratara de canciones descargadas en un disco duro, canciones que se pierden en medio de la voracidad pirata. Prefiero ser yo a través de los sonidos escogidos en mi vida. Quizás, ahí está la clave contra la piratería, en la educación de lo minucioso, en la apreciación de las elecciones personales ante la marabunta de quererlo todo y mal. Prefiero un buen plato de comida, que un buffet con cientos de alimentos insípidos, o una copa de vino de malvasía a mil tetra brick de Don Simón. Desarrollar el paladar, el oído…, desarrollar los goces de lo pequeño es lo que hace posible descubrir notas de jazmines en las calles, alientos de otros seres humanos; distinguir tonalidades.
Pero nos encontramos en la era de la contradicción, disfrutamos de una tecnología punta para hacer fotos dotadas de no sé cuantos megapíxeles que no guardamos en ningún álbum, conocimientos que nos permiten adquirir pantallas planas con una definición antes inimaginable, equipos de sonido precisos… Contamos incluso, con la oportunidad  de tener a un solo click la información sobre nuestros artistas favoritos, sus conciertos en directo, las letras traducidas y el modo particular que tienen de expresarse. Pero nos puede la gula de tenerlo todo y de no saborear nada. Antes de ir a una sala de cine se prefiere descargar una mala copia de resolución pésima con un sonido insufrible. Descargar basura para verla en televisiones de 2.000 euros es una gran estupidez. También se opta por robar compulsivamente canciones que nunca se van a escuchar, descargar sin matices.
Hace unos días fui a los cines Renoir Price a ver una deliciosa película muda llamada The Artist. A pesar de que era sábado, la sala estaba casi vacía. Desde el confortable sillón pude imaginar a miles de personas piratear el film desde sus ordenadores, olvidarse de lo bello que es disfrutar de la pantalla grande, privándose de vivir la oscuridad que aún nos reserva este espacio.
Tengo sueño, quizás de nuevo lleguen los bisontes a mi subconsciente. No importa, queda la música.